por MARCOS CARRASCAL
El siglo XIX es, con permiso del siglo XX, el siglo de plata de la literatura íbera. Los que deseamos ser partícipes de la pléyade del siglo XXI anhelamos que éste sea el siglo platino de la literatura. Apartados estos ensueños, regresemos al siglo XIX. En esta centuria fulgen nombres imborrables. Quizás, el que más brillo suscita es el de Galdós, seguido por los románticos Bécquer, Rosalía de Castro, el Duque de Rivas, Verdaguer o Zorrilla y, sobre todo, por el resto de la generación realista. En este último grupo se inscriben Clarín, flaqueado por Blasco Ibáñez, Pardo Bazán, Varela y… Pereda. Este autor ocupa un puesto ominoso en los anales de la Historia. Sin embargo, esta discreta posición no se corresponde con “Sotileza”, “Peñas Arriba” o “De tal palo tal astilla”, cuyas lecturas recomiendo encarecidamente.
Pereda es, probablemente, el máximo referente del realismo conservador. Nuestro hombre nació en Polanco, una localidad cántabra. La hacienda de su abuela y los negocios ultramarinos de su hermano mayor permitieron a Pereda, menor entre ocho hermanos, una educación exquisita. Años más tarde, apremiado por el deseo de que estudiara para ingresar en la Escuela de Artillería, Pereda parte a Madrid. La villa y corte se antoja a nuestro futuro escritor el preciado escenario que tantas obras ha devorado. Lejos de aprovechar sus estudios, Pereda gusta de perderse en las calles matritenses y en los teatros. En estos últimos altares, comenzará a forjar su andadura literaria, primero en el drama. La belleza, libertad y viveza de la capital deslumbrarán a Pereda. Años más tarde, la tierruca le llama; y Pereda, obediente, retorna a su cuna.
El polanquino, ya encerrado en Cantabria, empezará a escribir sus novelas. Así, fraguará Cantabria, esa miscelánea de contemporaneidad que trata de mantener impertérrita su esencia antigua, la de reino y la de rebeldes de Augusto. Junto a casonas rurales, trazará peñascos y montañas; frente a iglesias perdidas, dibujará al océano atlántico besar Sotileza.
En Cantabria, se agudizará su ideología conservadora y tradicionalista. Esta vorágine política culminará cuando, tras las elecciones, ocupará la silla curul como diputado carlista. Se reencontrará con la Madrid de su juventud. No obstante, ésta ya ha cambiado. Ambos han cambiado. Él no es el joven bohemio desenfadado de otrora, sino un patriota y católico padre de familia temeroso de que la Modernidad devore los retales de la Arcadia medieval. Madrid tampoco es esa compañera que lo sedujo y le instó a trocar sus obligaciones por sus deseos vitales, sino una suerte de ramera de Babilonia que capitanea la decadencia de España. Pereda cultivará un antimadriñelismo que tendrá como aliados a la incipiente burguesía catalanista. En contra de estos dogmas, trabará una gran amistad con Galdós, narrador por antonomasia de la hija del Manzanares, que llegará a contestarle en su discurso de ingreso en la RAE, sin ser el canario todavía parte de esta institución.
Madrid, admirado Pereda, sigue albergando todos esos valores que durante tu etapa madura no supiste divisar. Aquella apuesta localidad sigue sustituyendo las responsabilidades por el deseo de perderse entre sus calles. Es cierto, querido Pereda, que la ciudad de hormigón, del Palacio Real, de la Puerta del Sol, del Museo del Prado y de Atocha, la que extrañaba tu Marcelo en Peñas Arriba, no es ese rescoldo de naturalidad y de rastros legendarios que significa Cantabria. Pero este Madrid, mi brasa de inspiración y de literatura, también cobija la magia que columbraste en Cantabria. Muchos madrileños, hoy, te damos nuestra palabra de que crearemos una ciudad mejor, en la que tu aliento repose a gusto, volviendo a la juventud en la que te enamoraste de esta urbe. Seguiremos trabajando duramente para que ese recuerdo de vejez muera. Laboraremos para que Madrid sea la ciudad que recordó el canario, y no la que se llevó el cántabro.