por MARCOS CARRASCAL
En el año 1556, Felipe II, rey de España —y de medio orbe—, ubica la dignidad capitalina en Madrid. Condujo a la Corte desde Valladolid hasta la antigua Matrit. Desde ese momento, Madrid rutila, y su esplendor sólo crece. No obstante, mucho ha cambiado esa villa filipina hasta el municipio carménico, pasando por el Madrid galdosiano o arnichesano. Han nacido nuevas barriadas y se han modificado núcleos imperecederos de la capital. Sin embargo, la memoria pétrea de Felipe II continúa viva, aunque no impertérrita.
Los madrileños tenemos la suerte de sumergirnos por oscuras y angostas calles que desembocan en centenas de iglesias y de tabernas. Ambiente cercano y bohemio: estos son los vestigios del Madrid de Felipe. Pero la magia filipina, lejos de convertirse en una leyenda, se renueva cada año. Siempre que las primeras olas que ensayan la bajada de termómetros arriban a la capital, ese barrio del centro de Madrid se antoja más precioso que nunca. De pronto, se cruzan Luisito Villaamil, desde Moncloa, algún sainete castizo, desde El Rastro, bajo la sombra del Rey Pasmado de Torrente Ballester. Eso es Madrid.
La noche, que acostumbra a dilatarse en estos meses, planea sobre Madrid. El barrio de las Letras adquiere la bella forma de las clases de Literatura. Deambulemos por la calle Cervantes, y nos encontraremos por la casa de Cervantes y la del Fénix de los genios. Siempre que paso frente al hoy museo de Lope de Vega, ayer su morada, me evoca la reflexión de la fragilidad de la vida: ¿quién le diría a Lope que su morada estaría en la calle desde la que se honra a su más destacado enemigo? No muy lejos, a menos de treinta pasos, se erige el domicilio en el que vivió Quevedo; y al lado, el monasterio de las agustinas, camposanto de Cervantes y destino de la hija predilecta de Lope. Y al otro lado, el antiguo teatro del Príncipe, santuario del Siglo de Oro.
Nada lejos, se escuchan los bramidos parlamentarios que tanta pesadez producen en nuestro pueblo. Abandonemos la Plaza de Neptuno, dejémosla para cuando el Atlético nos traiga un título. Volvemos a anegar estas barriadas. La calle de Pontones, la plaza santa Ana y Jacinto Benavente… Un no sé que qué —que diría el poeta— nos invade. Al respirar el olor de las churrerías, de las cocinas de los bares, de los puestos de castañas…, emerge la gula en nuestro interior; y nos impulsa a mezclar tanta belleza con el arte gastronómico.
Los itinerarios de las luces ominosas nos conducen a Sol. De pronto, un maremágnum: un reducto de los poco más de tres millones que habitamos esta villa y corte. Descendemos por la calle Arenal, y nos tropezamos con Ópera. Grupos de adolescentes celebran allí sus juntas, al lado de rígidas mesnadas de maduros viandantes que se encaminan a disfrutar del lírico arte musical. Y frente al santuario melódico, las cenizas del Alcázar: el albugíneo y colosal Palacio Real, precedido por hileras de legendarios reyes visigóticos. A su vera, como en un pétreo y eterno matrimonio, la sede arzobispal: la Catedral de la Almudena, blanca y custodiada por san Juan Pablo II.
Dejemos atrás estas barriadas elitistas en el siglo XVII, caminando por la Calle Mayor. En peregrinación, cual procesión, decenas de transeúntes transcurren por esta vía. A la mano diestra, queda el antiguo Ayuntamiento de Madrid, en la Plaza de la Villa, circundado por estrechas y breves calles, más parecidas a túneles. Reanudemos el trayecto. Murallas que mi imaginación pueril la dibujaban como lindes de una urbe nos saludan. Templo sacro de mi urbe, ínclita Plaza Mayor de Madrid, refugio de menesterosos, pintores, vendedores y vecinos, bandera a defender contra mis primos salmantinos cuando ellos encaraman a la churriguera construcción.
Pese a haber merendado, mañana habrá que comer y que cenar. No muy lejos de este punto, el Mercado de san Miguel. Les invito a entrar y deleitarse de los productos que allí venden. Nueva edificación con esa esencia matritense que acompaña a la corte desde el siglo XVI. Salgamos por la puerta, para ser engullidos por las laberínticas calles. Bajemos por las escaleras, pero aprovechemos a tomar aire. Al fin y al cabo, todavía queda un trecho de subida para llegar a la Plaza de la Paja y a la iglesia de san Andrés, preámbulo en su jardín del beato dogma de la Inmaculada.