por Marcos Carrascal.
El contrato social en la Europa de después de la II Guerra Mundial se ha roto. Frente a la amenaza del comunismo allende el Telón de Acero, los modelos liberales hubieron de seducir a la clase trabajadora. Aquel fantasma que recorría Europa, en versos de Alberti, no podía atravesar Europa occidental. Así pues, se impuso la socialdemocracia, en alternancia con los liberales, bajo la inquisitiva e impotente mirada de los partidos comunistas de Europa. Cayó el muro; y la perestroika precipitó la caída de la URSS y de todo el sistema soviético. Los países de órbita soviética cayeron como fichas del dominó. Cerca de Estados Unidos, como provocador recuerdo, permanece Cuba.
Sin embargo, mientras la URSS se desplomaba, en el mundo occidental coincidieron tres dirigentes que se caracterizaron por su ferviente anti-comunismo: el guardián de las almas, Juan Pablo II, el guardián de Estados Unidos, Regan, y la guardiana de hierro, Tatcher. Estos dos últimos sembraron la senda del neoliberalismo, de la que se separó el primero. El neoliberalismo tuvo sus primeras contestaciones en las huelgas mineras que paralizaron durante cerca de un año la industria del carbón en Gran Bretaña. Parecía que el modelo neoliberal tendría obstáculos para imponerse. En nuestro país, Felipe González desnudó el tejido industrial público, enfrentándose a los sindicatos; con una intensidad revolucionaria muy inferior a la de los mineros británicos. Veinte años después, el neoliberalismo era la realidad, y no había forma de oposición. Habían ganado. El sistema había perdido el miedo a la conflictividad social, y había creado una sociedad de pequeñoburgueses, con sus vicios pequeñoburgueses, aspiraciones pequeñoburguesas y cultura pequeñoburguesa.
Pero la historia se repite: la primera como tragedia y la segunda como farsa, sostenía Karl Marx. En 2008 estalló la última crisis económica del capitalismo, que, por los lazos de la globalización, ha sido una de las más letales. Una crisis económica que ha engendrado una crisis social, política y cultural. Una crisis que ha desdibujado el mundo: se descubrió que el FMI no es infalible —véanse sus políticas en Latinoamérica o Grecia—, que el bienestar material es una entelequia… Y, también, que los sindicatos están formados por pequeñoburgueses que no logran canalizar la indignación ciudadana.
Los partidos destinados a representar a la clase trabajadora están fracasando; y la extrema derecha, denostada desde la derrota del nazismo y el fascismo en Europa, se está convirtiendo en la alternativa real al sistema. Y, a todo esto, el descontento ciudadano se incrementa. Marx vivió en el siglo XIX, y advertía que el materialismo histórico se desarrolla a tenor de los marcos de la sociedad. Por ello, los conflictos sociales que precedieron a los Graco en la Roma republicana fueron actualizados en otros conflictos a lo largo de la historia: la Jacquerie, las revueltas de los irmandiños, las revoluciones francesa o rusa, las huelgas mineras, el 15M… Y, en estos momentos, los chalecos amarillos. Los tiempos han cambiado. Asimismo, como indicábamos, se ha roto el acuerdo social rubricado tácitamente por la sociedad luego de 1945; no obstante, las tensiones sociales no se han apaciguado. Quizás, ya no sean obreros contra patronos. Al fin y al cabo, esos patronos que tienen una mantequería de barrio o una tasca, ¿no estarán más cómodos con los obreros? Los tiempos cambian; y la ira de los chalecos amarillos nace en las zonas olvidadas de Francia, en las zonas rurales que carecen de industrialización; la Francia periférica. Las promesas de la globalización de transversalizar el orbe han fracaso; y se han olvidado de regiones con personas deseosas de trabajar que no tienen trabajo. En definitiva, se han olvidado del pacto social sellado en 1945. Empero, los chalecos amarillos no se han olvidado de que el movimiento obrero ha sido el promotor de los cambios sociales a lo largo de la Historia.
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