por MARCOS CARRASCAL
La polémica sentencia del caso Nóos ha abierto un clásico debate en la ciudadanía: ¿Justicia igual o distinta entre ricos y pobres? No soy juez, y me abstendré de emitir mi opinión sobre la sentencia. Sin embargo, soy un ciudadano, un zoon politikón, que dijera el filósofo, y elevaré la mirada. La justicia que se limita a los tribunales o al Derecho está incompleta. Hace un año «hacían justicia» con una mujer maltratada y en situación de vulnerabilidad económica que había robado comida en una conocida distribuidora de alimentación para poder alimentar a sus retoños. La justicia que se le dio en los tribunales a esta señora fue la cárcel. Tampoco comentaré esta sentencia.
Rapeaba Nega, el afamado y controvertido intérprete, que «quien siembra miseria recoge bombas lapa». El papa Francisco I pontificaba que «el terrorismo nace de la pobreza». Dos visiones distintas de la vida y una coincidencia. Esta idea ya la tejía Marx en el siglo XIX, cuando auguraba que el fin del capitalismo sería «de éxito»; es decir, cuando la desigualdad y la injusticia no pueda ser asumida por la mayoría social oprimida que se emancipará contra los oligarcas. Estas tres celebridades advierten de las consecuencias de la injusticia. Para finalizar con la guerra y la violencia, hay que tomar medidas radicales, en su sentido etimológico: de la raíz (radix). Y la raíz es la injusticia que empuja a ejecutar esos actos.
En un plano meramente utilitarista, la injusticia social perjudica a la colectividad: a ricos y a pobres. A los pobres es evidente el porqué. A los ricos les perjudica porque no sería de extrañar que la desesperación popular se volviera en su contra. El terrorismo es una de esas vertientes que demuestran que la injusticia social perjudica a la colectividad. La injusticia social provoca la guerra y hace germinar peligrosísimos extremismos. Nunca podremos comprender la paz en un ambiente de desigualdades, desmanes o excesos. No podemos olvidarnos cómo la pobreza transforma un acto deleznable, como es un asesinato, en «justicia». Por ejemplo, el intento de homicidio contra Hitler es revestido de justicia.
La globalización ha traído, entre sus muchas novedades, la eliminación de las fronteras. No así de sectores que fracturan el orbe. El fin de los aranceles y la creación de la aldea global permiten que un polvorín que estalle en un punto recóndito de la Tierra afecte a sus antípodas en espacio de milésimas de segundo. Prueba de ello es la crisis económica de Wall Street, cuyas consecuencias todavía sufrimos hoy en el resto de la estructura liberal. No nos habría de sorprender que el abuso que se padece en una zona del planeta expele sus efectos en otra.
Asimismo, muchas veces, los hábitos que pretenden sanar la injusticia provocan una mayor injusticia, como a un enfermo de asma al que se le recomienda correr sin pausa seis horas. Por desgracia, la primera injusticia se reduce a un “mal menor”, que podrá proseguir vigente. Simultáneamente se combate a todos los actos que traten de sembrar cadáveres —y, por ende, injusticias—, ha de construirse un nuevo orden en el que impere la justicia social. Sin justicia social, nunca podremos pensar en un mundo sin conflictos bélicos.
Empero, la paz, pese a ser la palabra idealizada y anhelada, en muchas ocasiones no es buscada. La paz no es rentable. La empresa mayor fabricante de armas en Estados Unidos ingresa anualmente más de 34.000 millones de euros, cifra cinco veces superior al presupuesto de la ONU o al PIB de cien países africanos. En un mundo en el que las medidas cortoplacistas vencen a las medidas largoplacistas, no es de extrañar que el modelo que rija sea el de la belicosidad. Así pues, el primer paso para alcanzar la Justicia Social es trocar la distancia a la que proyectamos nuestros pensamientos. De hecho, esta perspectiva, cuanto más alejada sea, más situaciones y personas podrá cobijar. Si sólo pensamos en nuestras inmediaciones no sabremos experimentar, ni siquiera otear, las injusticias que desgarran a los que no son nuestros vecinos.