por PEDRO MOLINA ALCÁNTARA
Mucho se ha hablado en los últimos tiempos de la necesidad de reforzar la calidad de nuestro sistema democrático, fundamentalmente a raíz de que la crisis económica revelara sus efectos más amargos en la población, los gobiernos empezasen a fallar en sus previsiones y actuaciones, se viesen superados por los acontecimientos, comenzasen a incumplir sus compromisos electorales por encima de un nivel tolerable (es prácticamente imposible atender con éxito todos ellos) y a tomar medidas consideradas impopulares. Todo ello, que en España se apreció con especial intensidad entre 2009 y 2013, máxime si añadimos la aparición de numerosos casos de corrupción que afectaban a los partidos más relevantes; generó en gran parte de la ciudadanía un sentimiento de indignación colectiva, de desafección hacia la forma en la que se estaba haciendo política, hacia la clase dirigente en general y hacia el sistema político mismo. Muchas cuestiones que se daban por aceptadas y consolidadas pasaron a estar en tela de juicio.
Fruto de ello, en España apareció el movimiento cívico 15-M, en referencia a las manifestaciones que comenzaron en toda España el 15 de mayo de 2011, las cuales propugnaban una nueva y mejor forma de entender y hacer la política, poniendo a la ciudadanía en el centro de la toma de decisiones públicas, para lo cual reclamaban canales de participación política más amplios, mecanismos de rendición de cuentas de los representantes públicos más efectivos y controles y sanciones más robustos que acabasen con los abusos, los privilegios y las corruptelas. El 15-M también cometió errores, a mi juicio, puesto que algunas de sus propuestas eran ambiguas o, sencillamente, inviables. Además, hay quien ha intentado apropiarse por completo del espíritu del 15-M, que yo entiendo que es patrimonio inmaterial de toda la sociedad. Sin embargo, prefiero quedarme con su espíritu de cambio y el hecho de que, tras su aparición, muchos partidos políticos comenzaron a incorporar en sus programas y documentos políticos, con mayor o menor intensidad, algunas de sus propuestas. Hasta el nacimiento de este movimiento cívico, algunas de esas medidas habían sido defendidas casi exclusivamente por partidos de tamaño no muy grande como Izquierda Unida (IU) o Unión, Progreso y Democracia (UPyD). El partido Podemos se considera a sí mismo heredero directo del 15-M y es cierto que nació en 2014 incorporando gran parte de sus reivindicaciones; sin embargo, no es menos cierto que el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), unos meses antes (a finales de 2013), ya incluyó en las conclusiones de su Conferencia Política gran parte de ese espíritu. En un partido tan asentado en el sistema como el PSOE entiendo que tiene más mérito porque son más las inercias que hay que vencer pues, por ejemplo, supone hacer un ejercicio de autocrítica, el cual se llevó a cabo. Se puede discutir si hubo mucha o poca, pero hubo autocrítica y tangible (se pueden consultar las hemerotecas y los documentos). En el extremo contrario tenemos al Partido Popular (PP), que gobierna España desde finales de 2011. Su idea de la desafección política y la regeneración democrática es muy limitada, hablando muy eufemísticamente: durante su último mandato ha aprobado algunas medidas pero insuficientes, no pretende “abrir más el melón” de la participación ciudadana explorando nuevos mecanismos de participación ciudadana o una auténtica reforma de la Ley Electoral (pese a que en el documento pactado con Ciudadanos se haya realizado algunas concesiones, no resultan suficientes ni creíbles, dada la trayectoria de Mariano Rajoy y su equipo) y, lo que es más grave, está lastrado por los casos de corrupción que le afectan, casos que podrían venir de hace más de treinta años y que superan con creces a los casos que afectan o han afectado al resto de partidos.
Una vez explicado en qué consiste la desafección ciudadana hacia la política, voy a esbozar una definición de lo que es la regeneración democrática, una expresión que, como he dicho al principio, está muy en boga y ha entrado de lleno en la agenda política. Podríamos entenderla, salvo criterio mejor fundado que el mío, como una estrategia integral de reformas normativas a todos los niveles político-administrativos encaminada a mejorar la calidad y la fiabilidad de nuestra democracia. Dicha calidad viene dada por la existencia de instituciones transparentes, objetivas y eficaces dentro de un marco de separación equilibrada de los poderes públicos; instituciones que establezcan los incentivos, las obligaciones y las sanciones necesarias para garantizar que sean ocupadas por personas honestas y bien preparadas para el desempeño de las atribuciones inherentes al cargo correspondiente y seleccionadas por criterios democráticos o meritocráticos, según la naturaleza de cada uno; y que reproduzcan fielmente la voluntad ciudadana, porque si por algo se caracteriza (o se debe caracterizar) la democracia es porque la ciudadanía ostenta el poder político, de ella nace la soberanía nacional. Para que esto sea una realidad, el pueblo debe gozar del máximo acceso en formatos fácilmente manejables a la información políticamente relevante que resulte razonable (el sentido común aconseja que ciertos asuntos de seguridad o de protección de datos personales sean excluidos de las políticas de transparencia) y de todos los mecanismos de participación y decisión que sean compatibles con unos niveles aceptables de eficacia gubernamental (el asamblearismo, por ejemplo, que extiende el ideal democrático a su máxima expresión, es totalmente ineficaz a la hora de adoptar decisiones políticas; sin embargo, sí que se podría facilitar la presentación de iniciativas legislativas populares, consultar de vez en cuando a la ciudadanía por vía de referéndum sobre cuestiones de especial trascendencia…).